Los mutantes

La puerta del bar hace ruido cuando intento abrirla. Un chirrido extraño de algo que toca y se arrastra, debe estar vencida la bisagra o quizás el marco perdió la forma porque se terminaron moviendo los cimientos. Sobre el vidrio, pegadas unas a otras con cinta scotch, hay un montón de fotos que buscan gente desaparecida y que terminaron por abrazar el cartelito que avisa el horario y que hay wifi en el salón. Mientras intento que la puerta no chille aprovecho y cuento las fotos, todas tienen el logo de la policía y el mismo teléfono. Son quince, o quizás catorce. Las conté rápido, me parece feo andar poniendo el dedo en cada una para no perderme. Para una ciudad de apenas cien mil habitantes parecen ser demasiadas desapariciones aunque no tengo ninguna estadística que apoye mi teoría. Ni bien entro al salón siento el perfume del café molido que se mezcla con el olor que se levanta cuando el trapo rejilla que usaron para limpiar las mesas tiene mugre y lavandina. La puerta también hace ruido cuando la cierro y aprovecho esos segundos para buscar la mesa que mejor se adapte a mi trastorno obsesivo compulsivo. Sin estar del todo convencido elijo contra la ventana. Afuera, la noche se recuesta sobre la ruta mientras un perro chiquito se lame, prolijamente, el culo.
La señora que atiende tiene puesta una remera de Iron Maiden. Sospecho que no los conoce pero elijo quedarme con la duda y sólo le pido un café. No usa bandeja,
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tampoco platito, trae el pocillo agarrado del asa y su otra mano por debajo, sin llegar a tocarlo, como si fuera un mago cuando te muestra que nos hay piolines invisibles sosteniendo las cosas que usa para los trucos. Lo apoya en la mesa, saca dos sobres de azúcar de un bolsillo del delantal y con enorme pericias los arroja sobre la mesa mientras me pregunta si vengo a comprar soja a la cooperativa.
Le cuento que estoy investigando denuncias sobre animales extraños, mutaciones que se producen por el uso de agroquímicos. El tema la entusiasma. Me somete a siete u ocho preguntas rápidas, inquisitivas, escucha el principio y me interrumpe, no me deja completar ninguna respuesta. Me informa que son muchas las cosas que no conozco y comienza a contarme todos los rumores que circulan pro la zona. Algunos, incluso, son cosas secretas que ella escucha, sin querer claro, en las conversaciones de sus clientes. Las mutaciones animales rápidamente quedan de lado y ahora desgrana minuciosamente la infidelidad lacerante que sufre un tal Gómez. De pronto duda y frena en su relato, intenta recordar si el primero que se cogía a esta señora fue Gutiérrez o el petiso del corralón. Aprovecho la pausa y le pido un tostado, mitad por hambre y mitad para sacármela de de encima. Vuelvo a mirar por la ventana. El perro ya no está, la noche persiste.
Aprovecho la soledad del salón para rascarme los huevos. Meto la mano por debajo del pantalón y uso las uñas sobre la tela del calzoncillo. Es nuevo y tiene un porcentaje alto de poliéster, por eso me pica, soy medio alérgico. Además, después del divorcio, dejé de usar slip y me compré estos que son tipo calzas y la verdad que no me adapto del todo a tener los huevos tan arriba, tan contra la piel del cuerpo. Por suerte no me paspo pero transpiro mucho y tanta humedad favorece a los hongos. Seguro que ya tengo todo el costado invadido y cuando me sopleteé con el spray ese colorado que me dio el dermatólogo me arderá hasta el ojete. Siento un ruido en la cocina y saco la mano. La señora me trae el tostado pero esta vez no hay charla, por suerte. Una por una corre todas las cortinas del bar. —En un ratito cierro— me dice y se aleja sonriendo para perderse otra vez en la cocina. Muerdo el tostado y veo un reflejo en el acero inoxidable del servilletero cuadrado. No alcanzo a reaccionar y una mano me tapa la boca con un trapo rejilla, un olor agrío no me deja respirar. No sé por qué se me viene a la mente El Chaqueño Palaveccino manejando el avión en la publicad de la gaseosa mientras siento que me apago despacio, como un juguete sin pilas.
Por alguna razón estoy a punto de patearle un penal a René Higuita en la cancha de Deportivo Español. Le doy fuerte, arriba y cruzado. Higuita se convierte en Martín Caparrós travestido y ejecuta un baile que intenta ser sensual mientras me ofrece sus pechos siliconados. Comprendo entonces que estoy soñando pero todavía no me despierto, permanezco ahí, en ese umbral confuso hasta que una voz masculina me arrastra hacia la realidad. El piso de cemento es áspero, además de frío, y los barrotes de la jaula están hechos con diferentes cosas. Fierros, caños, varillas de construcción, planchuelas, y otras cosas indescriptibles. Mi trastorno obsesivo me permite identificar rápidamente que no hay ángulos rectos por ningún lado, todo está torcido y sin respectar patrón alguno. La jaula que me contiene parece fabricada por algún herrero hijo de re mil puta, o con daño cerebral. Recuerdo el trapo en la boca, el olor agrío y sospecho que he sido secuestrado. También influye en esta conjetura que del otro lado de la jaula hay un tipo sentado en una banqueta que fuma y me observa.
—Buen día.
—¿Qué hago adentro de esta jaula de mierda?
—Lo que cualquiera hace adentro de una jaula, señor.
La jaula es demasiado bajita, intento sentarme pero la cabeza me toca los barrotes y tengo que quedarme contra un costado donde es apenas más alto. Recién ahora me doy cuenta que me sacaron mi ropa y me pusieron un pijama de Los Rugrats.
—¿Usted me secuestró o es el cuidador?
—¿Se refiere a si yo mismo fui el que lo capturó o si soy el responsable intelectual del asunto?
—Lo segundo más que nada.
—Si, claro. Y también fui el que le metió el trapo con cloroformo.
—Siempre creí que el cloroformo tenía olor dulce.
—Claro, pero yo lo guardo en una botella de vinagre y me parece que agarró el olor pero no estoy seguro. Disculpe si fue desagradable la situación, la idea es que el secuestro resulte lo más agradable que se pueda.
—¿Y para que me secuestro entonces?
—Usted ya sabe por qué.
—Le juro que no, no tengo ni puta idea.
—No se haga el tonto, Bermúdez.
—Yo no me llamo Bermúdez.
—Es muy infantil esto de fingir ser otro, Bermúdez.
—No finjo un carajo, yo me llamó Guillermo Obregón.
—Si, claro. Y yo me llamo Ricardo Tapia.
—Pero no sea pelotudo, hombre. Fíjese en la billetera, ahí están los documentos.
—Si yo fuese usted también tendría documentos falsos.
—Agarre le teléfono y fíjese, haga un poco de inteligencia señor. No creo que le cueste mucho comprobar que no soy ese Bermúdez que usted anda queriendo secuestrar. Yo soy Obregón, soy profesor de biología en San Martín —me tiré para adelante y me clave un alambre en la frente— No le digo que hable con mi señora porque estoy separado y con un quilombo grande pero puede incluso hablar con mi familia. Vaya, haga, compruebe.
—Ahora me tengo que ir pero no es porque me haya hecho dudar y vaya a revisar las cosas porque ya las quemé y no podría hacerlo aunque quisiera. Acá le dejo unas galletitas por si tiene hambre —me pasó un paquete de Club Social sabor jamón entre dos barrotes chanfleados.
—¿Algo para tomar habrá?
—Uy, disculpe. Me había olvidado —se alejó unos metros y trajo una especie de bidón del que salía una manguera— Acá tiene, se lo ato acá a la punta y cuando tiene sed empuja este coso de acá y sale agua. Si los lechones saben usarlo calculo que usted también podrá.
Sentí varias llaves cerrando la puerta y lo que creí era una tranca de madera también. Después se apagó la luz de la habitación y me quedé a oscuras. La humedad y el olor hacen suponer que estoy enjaulado en un sótano. A lo lejos, apenitas audible en el silencio negro de mi encierro, una voz de mujer tararea "No se tú" de Luis Miguel.
Quizás no sepas lo difícil que resulta cagar estando encerrado en una jaula chata. En cuclillas, apoyado en un balde celeste, con el culo apuntando para arriba, haciendo fuerza y equilibrio en partes iguales. Se me vino a la cabeza la máquina esa de la carne picada que usan los carniceros porque el sorete salió recto, hacia adelante, y entonces luego, por gravedad, comenzó a deslizarse hacia abajo. Nótese que no dije caer porque no lo hizo, se arrastró lento por toda la caterba, que es la zona que conecta el ano con la verga, y tuve que sacudirme un poco, como perreando, para que terminé de caer.
Ahora me trajeron una bandeja con piedritas de las que usan los gatos y no te digo que es cómodo pero al menos puedo controlar mejor el ángulo para que el sorete caiga y no derrape. Lo de la orina también es incomodo pero lo resolví poniéndome de rodillas y asomando la chota por entre los barrotes para mear en un tacho que está afuera de la jaula.
Todos estos ajustes se fueron dando en los ya casi nueve días que llevo secuestrado. Guzmán, así se llama mi captor, ha estado de acuerdo con estas sugerencias que fui planteando para hacer más llevadero el encierro e incluso me trajo un paquete de toallas húmedas porque consideró que debía extrañar el uso civilizatorio del bidet.
La comida sigue siendo galletitas saladas, y algunas dulces. Va rotando las marcas, y los sabores. Pedí algo de fruta y me trajo duraznos en almíbar y una ensalada, también de lata, de esas que usan los hijos de puta para hacer el clericó. No tengo radio, ni televisión, únicamente revistas viejas de los años ochenta. Creo que Guzmán ha tomado conciencia de su error y por eso no sabe qué hacer conmigo, no soy Bermúdez pero tampoco puede liberarme. Intento ganarme su confianza y hacerle creer que no voy a denunciarlo pero soy indirecto al respecto, no quiero precipitarlo a nada. Mientras tanto espero y sigo buscando una forma de escapar.
En la oscuridad total mi única forma de controlar el paso del tiempo es el desayuno. Guzmán me trae una chocolatada de cajita con galletitas dulces, o de agua y me da los buenos días. Sospecho que algo perverso se esconde en este ritual, estoy casi seguro de que no respeta el orden cronológico real y que está intentando confundirme con respecto al paso del tiempo. No tengo claro por qué, se necesita realmente poco para ponerte paranoico estando secuestrado. Ayer, en lo que supuestamente ha sido mi ayer, creí que venían a matarme. Escuché ruidos afuera de alguien que parecía cavar un pozo y luego madera, cosas de madera que se arrastran y serruchos. Pasos en la escalera y mi corazón, nunca antes sentí algo parecido, era miedo pero no era miedo, era una cosa más primitiva llena de saliva y furia, un estar tensionado por completo y acurrucado contra el ángulo más bajo de la jaula, hecho un ovillo de histeria y ansiedad esperando poder atacar. Sólo en eso pensaba. En tener la chance de atacar, o defenderme mejor dicho. La puerta nunca se abrió y apenas luego empecé a relajarme y me quedé dormido, mi debilidad física empieza a notarse demasiado.
Un dardo es todo lo que se necesita. Abre la puerta y me tira con un riflecito de mierda y listo, la droga hará lo suyo y después me sacan dormido sin problemas y me matan, o al revés. Incluso ese mismo dardo podría tener veneno en lugar de droga y listo. Aunque ahora que lo pienso nunca he visto a nadie tirar un dardo en la Argentina, son cosas del cine y de esos programas de cable donde un pelotudo te hace creer que es amigo de los rinocerontes y que anda por África en ojotas, el consumo frecuente de cannabis está directamente relacionado con la existencia u el consumo de ese tipo de contenido mediático. En mi caso es mucho más probable que me pongan la droga o el veneno en el agua, no hace falta un dardo, meten la menesunda ahí y yo no tengo forma de evitarlo. Aunque me refrene y postergue la necesidad, al final siempre termino tomando. La sed es todo lo que tenés cuando tenés sed. Lo que hago es tomar de a poco, de a sorbitos, y espero a ver si aflora algún tipo de síntoma. No me clavo un cuarto litro de golpe aunque es al pedo en realidad, no tengo manera de evitar nada. Me jodí todos los dedos buscando un punto débil en la jaula y no hubo caso, tampoco encontré una puerta lo cual indica que primero me metieron por algún agujero y luego soldaron esa parte. ¿Quién es Bermúdez? Esa es la pregunta.
¿Qué hizo para que alguien quiera tenerlo encerrado de aquel modo? No es un dato menor que Guzmán no lo conozca. ¿Acaso Guzmán trabaja para alguien? ¿Puede haber un complot detrás de todo esto? Lo que pasa es que yo soy un pelotudo.
¿Por qué le creí lo de Bermúdez? Lo más lógico es que me haya secuestrado sabiendo perfectamente lo que hacia. No existe confusión en todo esto. Acá están intentando ocultar las mutaciones, los casos espantosos de animales que reaccionan a los agroquímicos y sus posibles efectos en humanos. Las tasas de aborto en las salitas de la zona se han disparado, también el cáncer. Los ministros de salud ocultan los datos, mienten con las cifras, todos son cómplices. Esto es lo que buscan ocultar, por eso van a matarme, no entiendo el porqué de la demora pero van a matarme finalmente. El plan ha sido ese desde el principio y yo como un boludo, ilusionado con la confusión y toda esa gilada. Un forro, realmente un forro. Un fogonazo de lucidez y adrenalina me ilumina una sonrisa que dura apenitas hasta que vuelvo a la realidad del secuestro. ¿Existe en Guzmán, bajo aquella fachada de hombre sencillo sin demasiadas luces, una mente genial?
—Tenemos que hablar, Obregón —Guzmán me alcanzó la chocolatada y un paquete de Pitusas de frutilla.
—Déjese de boludeces y dígame cuándo me van a matar y listo, ya tengo los huevos rotos de toda esta situación de mierda.
—Casualmete sobre eso es la charla, vea... lo voy a tener que matar, no hay caso. Yo realmente no quisiera pero bueno, es la única salida que le veo a esta desafortunada situación.
—Bueno, bárbaro —era obvio que todo aquello estaba diseñado desde el principo. No tenía sentido seguir el juego de un psicópata, sádico y perverso.
—Lo de Bermúdez se arreglaba fácil, era tenerlo encerrado hasta que me diera la guita. Nada más. Después se lo entregaba al intendente y listo. Incluso ni llevarlo, ellos mismos hubiesen venido a buscarlo con una camioneta de los milicos.
—Si, si. Seguro, claro —había en mi tono una actitud incrédula y desafiante.
—Aunque no lo crea ha sido así, un error lamentable.
—Ósea que usted pretende que yo le crea que alguien, que usted no conoce, le robó dinero y viene luego a tomarse un cafecito al bar de su señora. ¿De verdad?
—Era mucha suerte, tal cual. Pero bueno, no tuve tiempo de pensarlo demasiado y actué impulsivamente, improvisando.
—¿Y cómo le robó un desconocido? ¿Me va a venir con alguna de esas giladas del prestamista, o el banquero, o alguna de esas estafas que después terminan siendo un película protagonizada por Darín o el narigón ese de mierda, como se llama?
—¿El amigo de Suar? ¿Peretti?
—No, el otro. El puto.
—Ni idea, no sé de cuál me habla.
—Bueno, no importa. Un puto que actúa. Lo del banquero y estafa, a eso iba.
—No, nada que ver en este caso. Acá es todo turbiedad, Obregón. No le voy a mentir.
—¿Dónde es acá?
—En el pueblo, en la ciudad. Aunque en realidad va más arriba, hasta la presidencia yo creo. Tiene que ver con eso de los animales que usted menciona.
—¿A qué se refiere?
—Mire, harán unos diez años, quizás más, que empezó todo. Primero los abortos, los animales deformados nacían muertos y todo eso. Después empezaron a sobrevivir, horas, días, semanas y meses. Entonces llegaron las denuncias, las fotos, la viralización en redes sociales y ahí arranca este entuerto. El intendente mandó a investigar pero como no tenía recursos vinieron de la provincia, y nacionales también. Todos científicos del Loncinet, o algo así. Meta pruebas y pruebas, muestras, y muestras. Camionetas, camiones, helicópteros. Vino incluso el ministro de ciencia, el nacional, Marañaó creo que se llama. La cosa es que no estaban tratando de saber por qué pasaba, lo que querían saber es cómo hacer guita con los mutantes. Lo que les interesaba era controlar aquellas mutaciones para después patentarlas y venderlas como mejoras ganaderas. No sé qué buscaban, una vaca doble asado, un chancho con cuadro patas traseras, vaya uno a saber.
—¿Y entonces? —la historia de Guzmán sonaba falsa pero de un modo argentinamente tan posible que había logrado interesarme.
—De un día para otro se fueron todos y le echaron la culpa a Segba. Dijeron que unos transformadores que habían enterrado contaminaron el agua y de ahí todo el asunto de los animales. El intendente recomendó no tomar agua de pozo, lo cual es interesante porque el hijo tiene una sodería y es el único que vende bidones grandes de agua mineral a un precio muy conveniente y sabe qué. El agua la saca de un pozo y le agrega unas bolsas que le traen de Zarate para cambiarle un poco el gusto y nada más. Cuestión que montaron un galpón en el campo de Chazarreta y ahí dele que te dele a entrar y salir con camionetas tipo furgón, incluso se mandó pavimentar el tramo ese del camino para que no se encajen cuando llueve. Ahí apareció Bermúdez.
—Aguante que me estoy meando, Guzmán —me puse de espaldas y saqué la chota por entre los barrotes.
—Haga tranquilo que yo le sigo contando. Este tal Bermúdez era el contacto que mandó el ministro. Un morocho alto, flaco, que andaba siempre con camisa de manga corta, jean y zapatillas. Según Bocharelli no suelta nunca una notebook plateada con una manzanita y tiene cara de peronista ¿Entiende ahora mi confusión?
—Hay coincidencias en varias cosas, incluso lo de la computadora. No sé qué es cara de peronista pero igual me parece una descripción un tanto amplia para montar un secuestro.
—Puede que tenga razón pero súmele a eso el asunto de la zona.
—¿Y cómo lo cagó Bermúdez? Porque supongo que lo cagó.
—El tipo se hizo famoso en el pueblo. Si bien su función era regentear ese galpón muy pronto se corrió la bola de que era capaz de conseguirte cualquier cosa si le pagabas lo suficiente. Una habilitación para un negocio, un plan social o un permiso para poner un cabaret justo enfrente de un colegio primario, lo que sea. Todo te lo solucionaba por teléfono y después te mandaba a un gordo mafioso que te recibía la coima en la estación de servicio de Gómez, en el baño porque ahí no hay cámaras. Años y años haciendo eso estuvo.
—Habría que ir cambiando el balde, ya casi que se llenó —guardé la verga y me acomodé en el costado alto de la jaula.
—Ahora le traigo el otro. Cuestión que un día empezaron las desapariciones. Primero los crotos, no quedó ninguno de esos que andaban viviendo abajo de los puentes o a la vera de los arroyos. Después los hombres jóvenes que vivían solos en el campo, muchos. Hará cosa de tres o cuatro años empezaron a faltar mujeres también. A todo eso súmele tres o cuatro que tenían enfrentamientos con el intendente, por eso hay mucho miedo en la zona y nadie se anima a hablar.
—¿Y qué tienen que ver las desapariciones con el negocio mutante?
—Según los rumores están haciendo pruebas con humanos, esa es la verdadera misión de Marañado, el ministro. Yo nunca lo creí hasta que me lo crucé a Gervasio Artigas, un hombre rural embravecido por los rigores de la vida, fuerte como el carajo y con un par de huevos grandes como sandias. Honesto como Cristo, le garanto. Me contó que yendo a recuperar una vaca que aprovechó un alambre roto para ir a comer pasto cerca de aquel galpón se topó con Damajuana Castro, un croto famoso de la zona que vivía cerca de la rotonda del arroyo y que lleva desaparecido más de siete años.
—¿Y qué hacía en los galpones misteriosos?
—Estaba como guardia, como custodia. Se le vino hasta la tranquera y fingió no conocerlo, al menos eso pensó al principio Gervasio pero después notó el cambio. Era pero no era la misma persona, había una mejora notable en Damajuana. Sano, musculoso, atlético, jovial, sin rastro alguno del vicio y más alto incluso, metro noventa casi. ¿Cómo es eso posible si Damajuana iba conmigo al secundario y estaba entre los primeros de la fila? Yo creo que ni al metro setenta llegaba ese cristiano.
—Por lo tanto Damajuana sería la prueba viviente de las pruebas en humanos.
—Exacto, pero falta lo mejor ¿Sabe qué otra cosa notó Gervasio? Una gorra del Chicago Bulls pero apenas sobre la cabeza, como si estuviese ahí no como gorra sino para ocultar algo que hubiese debajo. Y por atrás de la oreja, un cable color carne que se metía adentro del cráneo mismo. Gervasio pensó que quizás era un coso de esos que usan los famosos para escuchar cuando le hablan, no sé cómo se llaman, la policía también tiene, pero no. Al cráneo iba, Obregón. El cable desde abajo de la gorra y metido en la cabeza por un pequeño agujero. ¿Será acaso una batería?
—Podría ser también un núcleo operativo, una central de comando, ni idea. Eso siempre y cuando éste tal Gervasio haya visto bien, porque estando como personal de seguridad suena más lógico lo del auricular.
—Claro. Yo pensé algo parecido y no le presté mucha atención hasta que desapareció Gervasio. Se lo llevaron una tarde, del campo mismo, quedó el tractor prendido incluso, según la señora. Desde ese entonces se volvió personal el asunto porque Gervasio era mi amigo.
Guzmán se paró casi de un salto y enfiló para la puerta, antes de salir me dio las buenas noches. Noté en su voz una dolor que la quebraba, y un sollozo. Luego la ceremonia de las cerraduras y el postigo. Se olvidó por primera vez de apagar la luz.
Algo en el agua, quizás. No lo sé. Acaso la tierra que abraza este sótano haya estado también contaminada con toda la malicia secreta de los agroquímicos. Todo el pelo del cuerpo se me cayó primero y supuse que era por los nervios, por lo estresante del encierro y la muerte como único final posible. Después sentí un profundo dolor en la manos, en la mandíbula peor y luego se fue irradiando, lento y denso, por todos los huesos. No sé cuánto duro, cinco desayunos de mierda o siete, incluso Guzmán pareció preocupado y me trajo arroz con pollo como buscando no sé qué en lo culinario. Lo devoré salvajemente y luego, cuando ya nada había en el playo de plástico, advertí que había masticado los huesos como si de manzana se tratará. Nada me había costado. Ni romperlo, ni tragarlos. Me rajé un pedo que me hizo doler el ojete y entonces decidí agarrarme fuerte del barrote que supuse más débil para tironear. Lo doblé como si nada y lo arranqué de cuajo después, la soldadura parecía voligoma, arranqué cuatro y salí gateando de la jaula. Libre al fin, agazapado en la oscuridad del sótano, justito por detrás de la puerta por la que entra Guzmán, esperando que viniera con su desayuno de mierda.
¿De dónde vino esta fuerza primitiva y sobrehumana? ¿Qué la activó? ¿Soy ahora uno de esos mutantes de los que me habló Guzmán pero sin gorra que me comande y me controle? Necesito un espejo con urgencia. No siento nada raro al tacto pero necesito mirarme y encontrarme, saber que sigo siendo el mismo que fui antes del encierro. Más flaco seguro, pero no me gustaría tener la cara que tienen los mutantes del cine, tampoco quisiera babear, ni respirar pesado. Si la vida quiso que ahora sea un mutante quiero ser lo más normal posible, poder viajar en colectivo sin que la gente me señale y diga —Uy mirá, el señor es un mutante—. Y otra vez lo mismo. ¿Cómo puede ser que yo sea tan pelotudo?
Quizás este era el plan desde el principio. Drogarme en un sótano, como han drogado a todos esos de las fotos que hay en el bar, y ver cómo reacciono. Seguro que todos nos morimos porque están probando y no saben bien cómo funciona la sustancia que meten el agua. Sin lugar a dudas, este Guzmán o su jefe, es una mente brillante. Me brinda pequeños cerámicos, como las venecitas, de información falsa y yo como un pelotudo me armo un mosaico con suposiciones y conjeturas. No han necesitado mentirme demasiado, yo he sido el artífice de mi propia mentira. Seguramente la oscuridad es necesaria, no es casual tampoco. Deben tener cámaras infrarrojas y ahora saben que me escapé y seguramente esperan el colapso. Que estalle desde adentro como la bombucha cuando te zarpás de agua o que se me disuelvan los tejidos y quede los huesos perfectamente limpios y un amasijo de carne hecha sopa en lo tobillos. Me hiperventilo y la re concha de su madre. Que manera hija de puta de morirme. Siento la debilidad que viene y se parece también a dos infartos juntos. Tiemblo. No puedo sostenerme.
Un chorro gélido de agua en el medio de la espalda me confunde y me despierta. Estoy encerrado nuevamente y Guzmán usa el dedo índice sobre el pico de la manguera para dosificar la presión del agua sobre mi cuerpo desnudo. Estoy de nuevo en la jaula, alguien reparó también los barrotes.
—Pará, la concha de tu madre. Pará que está helada esa mierda.
—Aguantá un cachito que estás todo cagado.
—Pará, hijo de puta —intento defenderme del agua poniendo las mano y noto que es verdad, tengo mierda pegada en las piernas y en la panza.
Guzmán detiene el chorro y me tira detergente por entre los barrotes, aprieta el frasco y atajo entre mis manos una hebra verde con olor a limón.
—Refriéguese bien que ahora lo enjuago y le paso un toallón —en el mandato de Guzmán advierto algo de ternura.
—¿Quién me metió de nuevo en la jaula? ¿Dónde están las cámaras? —miré enloquecidamente las paredes buscando pruebas.
—¿Eh? ¿Lo qué?
—No te hagas el pelotudo, Guzmán. Ya se muy bien que me estás drogando para convertirme en mutante, ya está. Te descubrí. Rogá que no me vuelva la súper fuerza porque te voy a hacer concha, hijo de re mil putas.
—No sé de que me habla, Obregón. Yo vine hoy a la mañana y lo encontré así, desnudo y todo cagado encima —me tiró agua desde arriba para enjugarme— Incluso usted mismo se debe haber untado con la mierda porque de otro modo no se explica cómo puede estar tan embadurnado.
—Estás jugando con mi mente, perverso degenerado hijo de puta. Estás intentando joderme la psiquis pero ya te descubrí, descubrí tu plan de mierda y ahora advierto los piolines de tu patética construcción. ¿Qué sentís ahora, putito? A ver, contame ¿Qué sentís ahora que ya no tenés poder para dominar mi percepción? —me reí de un modo raro, medio impostado.
—Séquese, Obregón. Tome —me ofreció el toallón.
—Metete ese toallón en el ojete, sádico hijo de puta. Metete todo en el culo, tu supuesta compasión y tu jugueteo psicológico para forzar el síndrome ese, cómo se llama, el de los secuestrados, Estocolmo. El Síndrome de Estocolmo. Todo bien adentro de tu culo roto de tremendo puto domador de nativas vergas paraguayas.
Los cerrojos, la tranca y la oscuridad. Otra vez acá, conmigo y sin saber cuál de todas estas realidades es la realidad. ¿Cuál verdad es la verdad? ¿Importa acaso? Drogado, mutante o loco da igual. Incluso ahora que lo pienso también es posible que nada de esto sea real y mañana me despierte tranquilamente en mi cama y la cuente este sueño infernal a los otros profesores del colegio y quizás también me anime a encarar a la petisa de lengua que tiene un culo maravilloso en su morfología. Quizás sea eso. ¿Es posible pensar cuando soñás?
La jalea de estas galletitas Sonrisas está dura como la piedra y se me ensartó fulero entre dos dientes. Cristalizada la pasta, ajena a la naturaleza de los alimentos, no responde a la masticación y persiste inalterable. La tengo que tragar y duele. Debe influir también la debilidad del encierro y que los músculos se me están atrofiando. No es inocente esta dieta, debe haber algo químico y hormonal que la galletitas desatan cuando se encuentran con la sustancia de los mutantes. Pienso en barriles con el símbolo de biohazard goteando un liquido verde pastoso, el cine te hace mierda la cabeza. Las elites que nos gobierna lo saben y por eso lo usan todo el tiempo. Me tranquiliza saber que todo somos prisioneros. El líquido que están usando conmigo es incoloro e insípido, no se diferencia del agua, ahí está lo perverso del asunto. Seguramente esperan que me brote una capa densa de grasa bajo la piel y ya no necesite calefacción alguna, o que una membrana muy finita me cubra el ojo y ahora sea capaz de soldar sin usar máscara. Deben ser así las mutaciones, cosas menores, cosas que se puedan ir metiendo por goteo en la sociedad sin que nadie se asuste y de pronto, dentro de cincuenta años, lo natural será tener cola de lagarto o tres brazos, o quizás nos modifiquen para comer liquen como hacen los renos allá donde viven los suecos, Laponia creo que se llama, como los helados que había cuando yo era pibe y que tenían todos el mismo gusto incierto y dulce. No creo que quieran fabricar súper soldados, esa es la que te venden pero es mentira, como todo. El truco, para estos soretes que no gobiernan, siempre es reducir los costos y maximizar los ingresos, quieren que podamos vivir más con menos y quieren que seamos aptos para el mundo jodido que se viene. ¿Qué mierda tienen estas galletitas? ¿Por qué de pronto pienso como piensan esos gordos flácidos que estudian sociología en la UBA y terminan como empleados públicos? ¿Será esta pasta la pasta original de la galleta o la habrán reemplazado también por droga? Yo sigo siendo tremendo pelotudo, no hay caso.
Era esa la explicación de esta dieta inverosímil. La falopa debe venir ahí, disimulada. Yo le hacía eso a un perro enfermo que tuve cuando era pibe, le metíamos las pastillas adentro de un pedazo de salchicha y el pobre animal ni lo dudaba. El perro de La Mascara, el de la película, no sabe que es el perro de la película, siempre pienso en eso, incluso escribí una nota pero el editor del diario zonal en el que suelen publicarme me dijo que no tenía un carajo que ver con la línea editorial y me sugirió escribir sobre una jubilada que vende contenido erótico en OnlyFans. Geron-Tita se llama la vieja y por cinco dólares te vende sus videos bailando en pelotas o estimulándose con objetos diversos, según ella tiene clientela de otros países, todos muchachos jóvenes que se excitan viendo a una señora de setenta y ocho años. Seguramente tienen el aparato psíquico destruido por la exposición intensiva a los campos magnéticos. Nadie habla de eso tampoco. ¿Qué tiene que ver esto con las galletitas?
Me cuesta enfocar el pensamiento en algo concreto, me derivo. Creo que deliro. Lo curioso es que siento una lucidez novedosa y estimulante, una seguridad que nunca antes me vino desde el intelecto. Yo siempre me sentí medio normal para el ejercicio mental, un hombre promedio digamos, pero ahora no, ahora me creo con más potencia que el resto, superior por mucho al otro, al que viene segundo. No dudo, tomo velocidad y veo todo nítido. ¿Será eso también por la falopa? ¿Serán mentales los mutantes? Si pudieran hacer eso sería un golazo. No es inteligencia lo que andan buscando, deben querer provocar capacidades mentales puntuales como lograr vendedores que sean capaces de saber cuánto calzás de manera infalible para que cuando vas a la zapatería la cosa sea inmediata y se ahorren esos tres o cuatro viajes hasta el depósito, o un panadero que sepa cuál factura querés sin que haga falta que se la señales y sin que nadie vuelva a decirle nunca —Esa no, la del lado, la de pastelera—. Es muy posible que anden buscando un súper soldado, eso no te lo niego, pero también es muy posible que anden poniendo guita en estas cosas de los empleados. ¿Sabrá Guzmán todo esto o es apenas un peón fácilmente descartable? El intendente tampoco debe saber nada. Quizás el ministro de salud tenga algo de información, a ese le tiene que haber contado un poco como viene la mano, pero no mucho seguramente. Posiblemente este tal Bermúdez sepa más que todos los otros involucrados, a ese lo deben haber puesto para que supervise el complot. Otra vez estoy siendo pelotudo y doy por real la información que me dio Guzmán para explicar todo este asunto. Hay ruido en la escalera, debe ser Guzmán con las galletitas falopa del almuerzo.
—Vea, Obregón. La charla del otro día... —Guzmán pasó unas pepas de batata entre los barrotes y me esquivó la mirada.
—¿La de su amigo desaparecido?
—Claro, lo que nos quedó pendiente fue... bueno... el asunto ese de que lo voy a tener que matar, Obregón —siguió sin mirarme.
—Yo realmente preferiría que no, incluso creo que puedo ser importante en su lucha contra Bermúdez podría apro... —Guzmán me interrumpió con un gesto de su mano.
—No me embarulle, Obregón. Ya está tomada la decisión —me miró directo a los ojos— Lo que vengo a preguntarle es si tiene algún último deseo, una voluntad, algo en lo que pueda darle una mano.
—Salir de esta jaula, Guzmán. Ser libre de nuevo.
—No sea pelotudo, Obregón. Ya sabe a lo qué me refiero, hacerle llegar una carta a alguien, una milanesa a la napolitana, algo así.
—No se me ocurre nada ahora, me agarra medio en frío.
—¿Algo que quiera volver a probar, o sentir? Un perfume, un sabor... o... o... no sé, le puedo traer un cassette de audio que tengo con los relatos de Héctor Caldiero del Boca Campeón del 92, el de Tabárez.
—Soy de Ferro yo.
—Que macana, de Ferro no tengo nada. ¿Algo que le haya quedado por hacer?
—Un culo. Nunca hice un culo.
—Eso en condiciones normales se lo soluciono trayendo a una de las chicas de la Whiskería de Moncho pero en este caso no serpa posible. Lo que le puedo traer son unas revistas eróticas, tengo unas cuantas. Hay una Playboy muy linda que tiene a Susana Pradón.
—¿No se llamaba Alejandra?
—Esa, Alejandra. Todo el pelo de la concha teñido de rubio tiene en esas fotos, pero ese pelo no agarra bien la tintura supongo y le quedó de medio amarillo apagado, que en cierta forma es perturbador ahora que lo pienso. Tengo también la de Cristina Alberó y una que me regaló mi cuñado con Claudia Albertario creo que se llama, pero esa no es linda, tiene cuerpo de muchacho flaco esa chica.
—Le agradezco pero no hace falta.
—No sea tímido, Obregón. Yo se las traigo y usted hace tranquilo, somos gente grande, acá nadie se va a poner colorado, ni nada. Cuando se queda solo se puede sacudir el berugo todo lo que considere necesario. Lo único que le pido es que me cuide las revistas, nada más. No me las ensucie.
—No me traiga nada. Gracias.
—Bueno, una picardía realmente. ¿Alguna otra cosa? ¿Nada?
—Yo siempre quise disfrazarme como el Chavo del Ocho.
Mi viejo nunca me quiso. Habrá tenido sus razones o quizás tenía un modo de querer indescifrable. Haciendo un poco de terapia aprendí que lo único que importa es que yo me críe creyendo que no me quería y aún hoy, sigo convencido de eso. Mi tío Abel, el hermano de mamá, en cambio, me expresaba su cariño de un modo exuberante, teatral y con la intensidad de un incendio forestal que sucede después de cinco años de sequía. Se tiraba al piso conmigo y jugábamos, hacía diferentes voces y sonidos, inventaba situaciones y las actuábamos, todo era posible, de pronto se transformaba en un reptil que me perseguía por la selva y entonces reptaba en persecuciones por el patio, o se trepaba peligrosamente a los muebles fingiendo ser un King Kong lampiño que me arrojaba almohadones y sólo se tranquilizaba cuando le daba una muñequita que le habían regalado a mi mamá. Nos reímos un montón las tardes que venía, que siempre eran pocas aunque venía muy seguido. Me traía chocolatines Jack y coleccionábamos los muñequitos, un día armamos una repisa con un cajón de frutas, pusimos a todos los muñequitos ahí y la colgamos en el patio. A la noche llegó mi viejo y ni bien la vio, la arrancó y tiró todo a la basura porque estaba convencido de que Hijitus y Pichichus representaban el amor homosexual y estaban jodiéndole la mente a los niños.
El tío Abel le sacaba las tapas a las Merengadas y se comía primero la crema rosa mientras tomábamos juntos el mate cocido y mirábamos Chespirito en el televisor blanco y negro que había en la cocina. Todo con él era especial, y maravilloso. No era un adulto el tío, era distinto. Ahora, de viejo, en esta jaula, me doy cuenta; Abel era mi amigo. Me acuerdo de un día, fue en febrero, que agarró el colador que tenía mi vieja, de esos de metal y se lo puso en la cabeza. Con el cable viejo de un plancha y una asadera me fabricó una pechera y nos subimos a la cupé Taunus que se había comprado y me llevó al zoológico. Caminábamos disfrazados entre la gente que nos miraba y les decíamos que éramos astronautas de la Nasa y que no nos molesten porque estábamos en una misión para descubrir a los aliens que inventaron el pochoclo. Yo nunca volví a sentir nada parecido a lo que sentí esa tarde. Una especie de libertad brillante, nítida y enorme, tan hermosa que me hacía doler la cabeza y me daba un poquito de ganas de llorar. Volvimos a casa y paramos a tomar helado, todavía disfrazados. Me dijo que era mejor que no se enterara mi viejo de todo aquello y me prometió que el sábado siguiente me pasaba a buscar para ir al corso, era el fin de semana de Carnaval y planeamos nuestros disfraces mientras nos comíamos un cuarto kilo todo de dulce de leche granizado. Decidimos que yo iba a ir como el Chavo del Ocho y a él le tocaba Don Ramón. Esperé los cuatro días que faltaban espantosamente ansioso, me costó dormir incluso. El sábado a la mañana nos despertó el timbre, era la novia del tío preguntando si lo habíamos visto porque no podía encontrarlo por ningún lado. Nunca más volví a verlo y así, de la nada, se convirtió en un recuerdo. Después ya de grande mi vieja me dijo que habían sido los milicos, pero no fue político el asunto, fue porque había tenido un romance con la exnovia del hijo de un Coronel según parece y con eso alcanzaba entonces para que te chupen. Mi viejo en cambio siempre tuvo la teoría de que habían sido los gitanos, los que vivían en la otra cuadra del corralón, por una guita fuerte que el tío les habría quedado debiendo de una manganeta que habían hecho en el remate de los autos usados de la municipalidad. Yo nunca más volví a mirar Chespirito, ni a jugar reptando por el piso de las habitaciones y dejé también de comer galletitas. No recuerdo haber vuelto a tener ganas de reírme. Un telón gris, helado, se interpuso entre lo que yo siento y los otros y permanece ahí, desde entonces. Hace diez años, más o menos, revisando cosas viejas encontré un cuaderno de cuando era pibe y reconocí la letra de Tío Abel en la etiqueta. La recorté, la llevé a plastificar y me la guardé en la billetera.
—Olvídese del Chavo, Guzmán. En mi billetera había una etiqueta que dice "Guillermo Obregón, 2do Grado". ¿Usted quemó todo?
—La billetera no, quemé los documentos. No recuerdo haber quemado una etiqueta colegial.
—Está atrás, del otro lado donde va la guita. Si me hace la gauchada de buscarla y me la trae, no quiero nada más.
—No se haga problema, si la encuentro se la traigo.
—Si no la encuentra no me lo diga, haga lo que tenga que hacer y punto.
—Bueno.
—Si la encuentra y me la trae, no me la saque. No sé que hará con el cuerpo, ni me interesa. Pero no me separe de ella. Ese es mi último deseo.
Guzmán se levantó en silencio y fue hacia la puerta. Lo vi desaparecer en la oscuridad de la escalera y antes de cerrar me dijo:
—Ha sido un gusto conocerlo, Obregón. Ojalá volvamos a vernos alguna vez.
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